La guerra toca a su fin. Miguel recorre el Madrid derrotado y descubre en calles y plazas las cicatrices de una ciudad arrasada tras dos años y medio de sangre y fuego. Va en busca de una nueva identidad ante la entrada inminente de los nacionales. Quema documentos y papeles comprometedores, pero conserva en su cartera la fotografía de una mujer extranjera, rubia, de pelo muy corto, que le pidió un lápiz en el hall del hotel Florida y a la que luego condujo con otros corresponsales por las trincheras para que hiciera su trabajo de reportera gráfica. Miguel se entera de que murió en julio de 1937 durante el repliegue republicano de la batalla de Brunete.
En uno de los relatos de Capital de la gloria (Alfaguara, 2003), “Ruinas, el trayecto: Guerda Taro” (con el nombre castellanizado), Juan Eduardo Zúñiga contrapone la huida y la degradación moral de su personaje de ficción, Miguel, con la construcción del destino heroico de una mujer real que perdió la vida en plena juventud. Mientras uno se va despojando de su pasado para sobrevivir, la otra adquiere el valor simbólico de la lucha y apuntala los ideales que están a punto de desaparecer. “Lo que hemos vivido nos parecerá un sueño, y será un tiempo del que no convendrá acordarse”, escribe Zúñiga, cuya obra estriba precisamente en rescatar la memoria de los derrotados.
Parece Gerda Taro la ficción ante la profunda humanidad y la compasión que el novelista muestra hacia sus personajes imaginarios, y de hecho lo ha sido en buena medida. Su fallecimiento y entierro en París estuvieron rodeados de toda la atención militante que el caso suscitó en su momento, pero cayó en el olvido hasta que su figura creció en paralelo a la fama de su compañero Robert Capa, considerado el padre del reporterismo fotográfico moderno. La convulsa relación sentimental de la pareja y el uso común de un pseudónimo compartido –Photo Capa, Robert Capa– alimentaron la leyenda de la mujer subyugada que rompe la dependencia y muere sola en Brunete.
Murió joven, demasiado joven, y su carrera no tuvo ocasión de desarrollarse: apenas un puñado de fotografías, pero en las que logra mostrar la vulnerabilidad de los seres humanos en situaciones límite. Zúñiga la sitúa en la Alianza de Escritores Antifascistas –en el palacete de los Heredia-Spínola de la calle Marqués del Duero– defendiendo el valor de la imagen frente a la supuesta superioridad de la palabra escrita.
El periodista –real también en este caso– José Luis Gallego aducía que como documento resultaba pobre por solo reproducir un instante de una realidad inmensa que cambia sin cesar, pero Taro respondía que “la fotografía no era un puro hecho mecánico: precisaba una conciencia formada para elegir lo que se debía captar y que así quedaría registrado como el momento equivalente a lo que los ojos ven un instante, y por lo que se consideran informados”. Podían dar testimonio de lo que ocurrió, aunque fueran escenas aisladas. “También vino a decir”, sigue Zúñiga, “que pasarían años y todo quedaría olvidado, lo sucedido sería un confuso recuerdo, pero un día aquellas fotografías habrían de servir para juzgar la barbarie y la crueldad de unos años sangrientos”.
Veinte o veinticinco años tardó Juan Eduardo Zúñiga en abordar la guerra como materia literaria, nos dice en sus Recuerdos de vida que Galaxia Gutenberg acaba de publicar: “En la ciudad caótica imaginé relatos con su carga patética y así me entregué a esa tarea de resucitar historias a la par que invenciones, obviamente dedicadas a la capital sitiada”. Conviene no perder de vista a esta Guerda Taro entrevista cuando todavía no era Gerda Taro. Miguel la mira fijamente, con atención: “…y hubo de admitir que el claro azul de sus ojos daba a su fisonomía una serenidad que, al mismo tiempo, parecía una reserva de sus sentimientos, que se confundía con altivez”.
Gerda Taro en la Guerra Civil
Hoy contamos con los estudios necesarios para poder valorar en toda su intensidad la obra de Gerda Taro. En un principio sus imágenes se confunden con las de su compañero, Endre Ernö Friedmann, un judío húngaro al que conoció en París en 1934 y quien le enseñó lo que sabía del oficio. Taro (Gerta Pohorylle) había nacido en Alemania en 1910, hija de un judío húngaro bien establecido en Stuttgart. Para vender su trabajo a mejor precio idearon el pseudónimo de Robert Capa, un supuesto y reputado fotógrafo estadounidense que había llegado a París. El truco funcionó, empezaron a ganar dinero y la pareja decidió aprovechar la oportunidad que se les presentaba en el horizonte: la Guerra Civil española.
Él era el impulso, la bohemia, la aventura, la intuición, la necesidad de apurar la noche como si fuera la última, mientras ella aportaba la conciencia política y el compromiso (por el que había sido detenida en Alemania y había huido a París). Llegaron a España por primera vez en agosto de 1936 y juntos fotografían las calles en ebullición de Barcelona y se trasladaron al frente de Huesca para registrar la lucha de los milicianos. Necesitaban más acción y vivir más de cerca la guerra. Pasan por Madrid y se dirigen al sur sin parar de hacer fotografías. Traen una cámara Rolleiflex y una Leica, la cámara que por sus características estaba llamada a revolucionar el fotoperiodismo. Gracias a la Leica, mucho más ligera y manejable, es posible acercarse al objeto y tomar fotografías en cualquier circunstancia.
Cuando regresan a París, la última semana de septiembre, sus fotos están en publicaciones de Europa y América y Muerte de un miliciano –publicada en Vu el 23 de septiembre– es aclamada como la instantánea bélica más impresionante de todos los tiempos. Capa volvió a Madrid en noviembre, pero sin Gerda, y su fama siguió en aumento. Regards le califica como “uno de sus más audaces y cualificados fotógrafos” que pone en peligro su vida para obtener documentos excepcionales.
A comienzos de 1937, ya con Gerda, llega de nuevo a España: Madrid, Almería, Málaga y el frente del Jarama. Su carrera es un éxito pero, al decir de Richard Whelan, el principal biógrafo de Capa (Robert Capa, Aldeasa, 2003), su relación sentimental se deteriora. Gerda demandaba más independencia profesional y comenzaron a firmar las fotos con el sello “Capa & Taro” y otras solo con el apellido de ella. “Al parecer”, escribe Whelan, “en la primavera de 1937, Capa pidió a Gerda que se casara con él, y ella se negó”. Se distanciaron de cualquier forma a partir de entonces. Pero la guerra de España vuelve a unirles.
Por última vez se encontraron en Valencia –cada uno había viajado a España por su cuenta– el 26 de mayo de 1937 y desde allí se trasladan a Madrid. Trabajaron juntos, codo con codo, intercambiándose las cámaras y sin que en muchas ocasiones pueda distinguirse la autoría de uno y otro. La Maleta Mexicana –que tras su increíble peripecia fue entregada a finales de 2007 al Internacional Center of Photography (IPC) de Nueva York y contiene 4.500 negativos de la guerra civil de Robert Capa, Gerda Taro y David Seymour, Chim– atribuye fotos consideradas de Taro a Capa y al contrario. Capa vuelve a París y Gerda se queda en la capital, como corresponsal de una nueva publicación, Ce Soir. Visita la Alianza de Intelectuales, donde coincide con Miguel.
A principios de julio comenzó la ofensiva contra Brunete. Sus primeras fotografías del pueblo conquistado aparecieron en Ce Soir el día 15. Gerda regresa a la batalla e insiste ante el general Walter, que ordena el repliegue, y se mete en un refugio sin parar de disparar la Leica que Capa le había regalado. Sale de allí finalmente sobre el estribo del coche del general Walter y agarrada por fuera. De repente, un tanque republicano que avanzaba a toda velocidad se abalanza sobre el vehículo, que dio un volantazo para evitar el choque. El tanque la arrolló. Nada pudo hacerse en el hospital de campaña que los estadounidenses habían instalado en El Escorial y falleció el 26 de julio. Miguel la imagina “muriéndose sola en el sitio más frío e inhóspito como era el monasterio”.
Epílogo
En 2009, Jacinto Antón desveló en El País el nombre y las circunstancias del fatal accidente. El tanquista se llamaba Aníbal González y conducía un T-26 ruso que circulaba marcha atrás. No tuvo conciencia de que había atropellado a la reportera hasta que se lo comentó después un compañero. Al terminar la guerra pasó a Francia con el último tanque republicano que cruzó la frontera. Regresó algún tiempo después, fue represaliado y cumplió condena en un penal y en un campo de trabajo. Fue proyeccionista de cine en un pueblo de la provincia de Albacete en la que nació. Hombre reservado y taciturno, vio pasar por la pantalla el reflejo de una realidad que se empeñaron en legarnos, contra viento y marea, los grandes escritores y las más intrépidas reporteras.
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